Asimov, Isaac - Saga de la Fundacion 1 by Fundacion

Asimov, Isaac - Saga de la Fundacion 1 by Fundacion

autor:Fundacion
Format: epub
publicado: 0101-01-01T00:00:00+00:00


Incluso el progreso realizado habría sido imposible de no ser por las reliquias aún en funcionamiento que había abandonado la marea creciente del imperio.

Cuando Hardin llegó al mundo capital, encontró todos los negocios habituales en absoluta paralización. En las provincias exteriores aún había celebraciones; pero en el planeta Anacreonte ni una sola persona dejaba de tomar parte febril en las fastuosas ceremonias religiosas que anunciaban la mayoría de edad de su dios– rey, Leopold.

Hardin sólo pudo charlar media hora con un ojeroso y presuroso Verisof antes de que su embajador tuviera que irse a supervisar otro festival en el templo. Pero la media hora fue de lo más provechosa, y Hardin se preparó, muy satisfecho, para los fuegos artificiales de la noche.

En todo esto actuó como observador, pues no tenía estómago para las tareas religiosas en que indudablemente tendría que tomar parte si se conocía su identidad. De modo que, cuando la sala de baile del palacio se llenó con una reluciente horda de la nobleza más alta y distinguida del reino, se encontró pegado a la pared, casi inadvertido o totalmente ignorado.

Había sido presentado a Leopold como uno más de una larga lista de invitados, y a una distancia prudencial, pues el rey permanecía apartado en solitaria e impresionante grandeza, rodeado por su mortal aureola de radiactividad. Y antes de una hora, ese mismo rey tomaría asiento en el macizo trono de rodio– iridio, con incrustaciones de oro, y luego el trono y él se elevarían majestuosamente en el aire, rozando las cabezas de la multitud para llegar a la gran ventana desde la que el pueblo vería a su rey y le aclamaría con frenesí. El trono no hubiera sido tan macizo, naturalmente, si no hubiera tenido que albergar un motor atómico.

Eran más de las once. Hardin se impacientó y se puso de puntillas para ver mejor.

Resistió la tentación de subirse a la silla. Y entonces vio que Wienis se abría paso entre la multitud en dirección hacia él y se tranquilizó.

El avance de Wienis era lento. Casi a cada paso tenía que cruzar una frase amable con algún reverenciado noble cuyo abuelo había ayudado al abuelo de Leopold a apoderarse del reino y a cambio de lo cual había recibido un ducado.

Y luego se libró del último par uniformado y alcanzó a Hardin. Su sonrisa se transformó en una mueca y sus ojos negros le miraron fijamente por debajo de las enmarañadas cejas con brillo de satisfacción.

— Mi querido Hardin – dijo, en voz baja—, debe usted de aburrirse mucho, pero como no ha revelado su identidad…

— No me aburro, alteza. Todo esto es extremadamente interesante. En Términus no tenemos espectáculos comparables, como usted sabe.

— Sin duda. Pero ¿le importaría ir a mis aposentos privados, donde podremos hablar largo y tendido y con mucha más intimidad?

— Desde luego que no.

Cogidos del brazo, los dos subieron las escaleras, y más de una duquesa viuda alzó sus impertinentes con sorpresa, preguntándose quién sería aquel desconocido insignificantemente vestido y de aspecto poco interesante al que el príncipe regente confería un honor tan señalado.



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